Paseaba por la calle como cualquier otro día, notando sobre mí el menosprecio del resto de vecinos, e ignorándolos por completo, como siempre.
Aquella tarde se diferenciaba de las demás por la sensación que recorría mi cuerpo. A mis setenta años sentía una vitalidad que no era normal. Mi energía era similar a la del hijo adolescente de mis vecinos de enfrente. Cada día salía a caminar por la ciudad durante un par de horas o pedaleaba en la bicicleta estática que mis hijos me habían regalado en mi último cumpleaños. Se podría decir que estaba en plena forma, al igual que mi mujer. No éramos los típicos abuelos que no salían de casa ni a por el pan y pasaban las horas viendo la televisión tirados en el sofá. Nosotros nos íbamos de excursión siempre que podíamos o visitábamos a nuestros hijos, que vivían en ciudades diferentes del país, muy a menudo.
Entré en casa silbando la melodía de una canción que conocía desde que era un muchacho. Aquella canción sonaba el día en que conocí a la que poco tiempo después sería mi esposa, la mujer que me había hecho feliz los últimos cincuenta años.
Ella se encontraba en el salón. Llevaba puesto un vestido precioso que nunca le había visto y su sonrisa me recordó el motivo por el que me había enamorado de ella.
En la mesa había dos copas de cristal, una botella del mejor champán y velas de varios tamaños y colores, al igual que en el resto del salón. Íbamos a celebrar nuestro aniversario número cincuenta, las bodas de oro.
Me acerqué a mi esposa y le di un apasionado beso, tras el cual bebimos un poco de aquel champán. Se dirigió al reproductor de música y, tras pulsar un botón, comenzó a sonar nuestra canción, aquella que silbaba yo al entrar en casa. Bailamos juntos como hacíamos cada día después de cenar, era nuestro ritual de cada noche.
Cuando la canción terminó fuimos al dormitorio, decorado también por velas y, además, pétalos de rosa. Le bajé la cremallera del vestido a mi esposa y le di un masaje, que me fue devuelto un rato después, junto con un tierno beso.
Tal vez fuera el champán, tal vez los masajes, o quizá las velas que adornaban la habitación, pero poco después nos uníamos movidos por la pasión, sin darnos cuenta de que la ropa que antes tapaba nuestros cuerpos yacía en el suelo alimentando el fuego de las velas, un intenso fuego parecido al que sentimos nosotros terminando de la mejor manera posible el mejor día de nuestras vidas, y el último…
domingo, 28 de marzo de 2010
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O_o joooooooooo...petas xD
ResponderEliminarME E N C A N T A!!!
la prosa también se te da genial ;)