TUENTI

Queen of Darkness

SEGUIDORES DE MI LOCURA

miércoles, 14 de abril de 2010

No lo sé...

I don't know...

...Who I am
...Where I am
...Where I'm going
...What to do
...Where you are
...WHAT I'VE DONE

sábado, 3 de abril de 2010

Faetón, el hijo del Sol

Faetón no tiene dudas de que su padre es el Sol. Su madre, Clímene, se lo ha dicho y repetido cientos de veces, y él se jacta de ello ante todos. Hasta el día en que Épafo se cruza en su camino.
- Eres un insensato al creer todo lo que tu madre cuenta –le dice –Te enorgulleces de un padre que no es el tuyo. ¿Qué pruebas tienes para desmentirme?
Faetón calla, avergonzado y colérico a la vez, pero se reprime y acude a su madre para narrarle la afrenta recibida.
- No he podido desmentir el ultraje –dice –Si es verdad que mi padre es el Sol, dame una prueba de ello. ¡Demuestra que pertenezco al cielo!
La madre, conmovida, alza los brazos y mira los rayos resplandecientes:
- Juro, hijo mío, que has sido engendrado por ese astro que todo lo gobierna. ¡Si es falso lo que digo, que esta luz me ciegue y que estos rayos sean los últimos que vea! Y no será difícil para ti llegar hasta tu padre y salir de dudas. La mansión de la que él sale es contigua a nuestro país. ¡Ve y pregúntaselo!
Faetón no vacila un instante. Abraza a su madre y parte, alegre y ligero, hacia el palacio del Sol. Arduo es el sendero que lo conduce a esa morada resplandeciente, de oro y granates, marfil y plata, y, cuando por fin entra en ella, no puede soportar la luz que irradia el rostro de su padre.
Sentado en trono de esmeraldas y ataviado de púrpura, el Sol tiene a su vera al Día, al Mes, al Año, a las Horas y a los Siglos; la joven Primavera ornada de flores, el Verano con espigas, el Otoño con sus uvas, el Invierno con su helada y blanca cabellera.
- ¿Qué has venido a buscar en esta alta morada? –pregunta el Sol al deslumbrado Faetón.
- ¡Oh, padre, dame una prueba de que en verdad soy hijo tuyo! ¡Aleja la incertidumbre de mi alma!
- Yo no puedo negar que eres mi descendiente. Y, para demostrártelo, te otorgaré lo que quieras. Pide, y yo te daré… ¡Lo juro por los ríos infernales que jamás he visto!
Y Faetón pide:
- Dame tu carro de fuego por un día. Déjame guiar tus caballos alados.
Apenas lo dice, su padre se arrepiente del juramento dado:
- ¡Ojalá me fuera permitido renegar de mis palabras! Ignoras el peligro al que te expones; tu destino es mortal y lo que ambicionas no es propio de mortales. ¡Pídeme otra cosa, pero no ésta!
Faetón insiste, el carro es lo que quiere y no otra cosa, y el Sol no puede faltar a su juramento. Entonces, intenta convencerlo enumerando los riesgos a que se expone:
- Escúchame, Faetón, ningún dios, ni Júpiter, soberano del Olimpo, puede conducir ese carro que me está destinado; la primera parte del camino es difícil para los caballos que aún están descansados… ¡tan empinada es! La parte media atraviesa la región más elevada del cielo y yo mismo he sentido muchas veces pánico al divisar desde esa altura el mar y la tierra. Créeme, mi pecho ha palpitado de terror… La última parte del sendero es una pendiente pronunciada y necesita un guía seguro, el cielo está en un continuo movimientos circular que arrastra a las constelaciones. Yo dirijo mi carro en sentido contrario con gran esfuerzo, ¿podrás tú avanzar contra la rotación de los polos sin que su veloz eje te arrastre? Y, aunque logres dominarlo, deberás pasar entre los cuernos de Tauro, atravesar las feroces fauces de Leo y las pinzas terribles del Escorpión; Sagitario te cerrará el paso y miles de peligros estarán al acecho… ¡Desiste de tu deseo! Me pides garantías de que soy tu padre… ¿Qué mejor garantía que mi angustia ante lo que pueda sucederte?
Las palabras del Sol no hacen más que avivar en su hijo el deseo de conducir ese carro de fuego por los caminos celestes. Ya se acerca el momento de que el carro, salido de las manos de Vulcano, hacedor de instrumentos divinos, inicie su recorrido. Allí está, con sus ejes y sus ruedas recubiertas de oro, con sus radios de plata, su yugo cuajado de reluciente pedrería; ya la Aurora abre sus puertas rojas y las estrellas huyen apresuradas mientras se desvanecen los cuernos de la Luna. Las Horas son las encargadas de uncir a los caballos que se agitan, lanzando llamaradas por las fauces, y el padre da los últimos consejos, mientras unta el rostro de su hijo con una sustancia divina. Sólo así podrá resistir el calor de las llamas. Después ciñe la joven cabeza con los rayos y no puede ocultar su profunda angustia:
- Escucha y haz caso de lo que te digo: usa poco la aguijada y mucho las riendas. Son caballos briosos y golpean de buena gana, lo difícil es sujetarlos. Elige el sendero oblicuo que, en amplia curva, evita el polo austral y la constelación de la Osa. En ese camino verás claramente mis huellas. Para lograr que la tierra y el cielo tengan temperaturas parejas, no desciendas ni te eleves demasiado, ni te inclines a la izquierda ni a la derecha, pues las ruedas pueden tocar las constelaciones de la Serpiente o del Altar. ¡Que la Fortuna te ayude, hijo mío! Si desistes, que sea ahora, cuando aún estás en suelo firme…
Pero ya Faetón se yergue sobre el carro resplandeciente, mientras los cuatro corceles –Ardiente, Aurora, Fogoso y Llameante –lanzan relinchos y bocanadas de fuego, golpean las barreras con sus cascos. Tetis, diosa del mar, las retira, y los corceles se precipitan hacia adelante abatiendo las nubes y luego se elevan impulsados por sus alas.
En seguida se dan cuenta de que el conductor que llevan no es el habitual; es mucho más liviano y el carro salta, con sacudidas bruscas, como si estuviera vacío. Entonces los caballos se apartan del sendero trillado y se lanzan por caminos desconocidos. Se calientan las Osas, se enardece la Serpiente. Faetón mira hacia la tierra y lo que ve lo deja aterrado, mientras es arrastrado como nave sin timón por la tormenta y no puede retroceder. Mucho es el camino que ya ha recorrido y mucho el que le falta por recorrer; el ocaso está aún lejos, jamás podrá alcanzarlo. Escorpión lo espera, con sus pinzas abiertas y su corvo aguijón cargado de veneno. El terror hace soltar a Faetón las riendas, y los caballos galopan por rápidas y escarpadas pendientes hacia la tierra.
Comienzan a incendiarse aquí y allá las altas cimas; la corteza terrestre se abre en grietas; arden los árboles y las mieses, como antorchas, y los montes se convierten en gigantescas llamaradas. Arde el Parnaso, los Apeninos, los Alpes, el Caúcaso. Mueren las fuentes, los lagos, y los ríos, incluso los más grandes, humean en medio de sus ondas. Hierve el Peneo y el Eúfrates, el Ganges y el Po, el Tíber, el Ródano y el Rin; y el oro que el Tajo guarda en su corriente fluye derretido por el fuego. En la tierra resquebrajada, la luz penetra hasta las profundidades del Tártaro, iluminando sus nieblas infernales, y el mar, espantado, se retrae. Donde antes se extendían sus transparentes olas, ahora hay una inacabable llanura de arena. Tres veces se atrevió Neptuno a asomar la cabeza entre las aguas. Las tres veces le fue imposible soportar el aire abrasador.
Devoradas por las llamas, desaparecen las ciudades, orgullo de los hombres, que caen junto con ellas convertidos en cenizas. La Tierra levanta su rostro desolado en medio del desastre, cubre su frente con la mano y se agita en profundo temblor:
- Si éste es tu voluntad… ¿por qué, oh el más alto de los dioses, se hacen esperar tus rayos? Si tengo que perecer por el fuego, al menos hazme perecer en tu fuego –dice con la voz estremecida -¿Por qué también tu hermano, el mar, sufre esta suerte? ¡Si no tienes piedad de él ni de mí, al menos tenla de tu propio cielo! Ya los polos están humeando, y, si el fuego los incendia, vuestros palacios celestes caerán derrumbados… Ahí tienes a Atlas, ¡apenas puede sostener sobre sus hombros el eje incandescente del mundo! ¡Si cae la mansión celeste, volveremos al antiguo Caos! ¡Preserva de las llamas lo que aún queda y salva el Universo!
Al oír las palabras de la Tierra, Júpiter todopoderoso llama a los dioses y al Sol como testigos, y anuncia:
- He de obrar, antes de que todo perezca en horroroso fin.
Sube a su alta fortaleza e intenta acumular nubes y extenderlas sobre la tierra. Pero ya no hay nubes que, deshechas en lluvia, apaguen tanto fuego. Sólo le resta al dios la fuerza de su rayo. Y, tronando, blande su arma celeste, la alza junto a su oreja y la arroja contra el carro. Así, con fuego detiene el fuego: el carro estalla, huyen los caballos, y Faetón cae, incendiados sus cabellos, dando vueltas hacia el abismo.
Va describiendo un largo trazo cual si fuera una estrella, para caer por fin en tierras lejanas. Allí, las náyades lavan su cuerpo ennegrecido y lo entierran componiendo para él este epitafio:
“Aquí yace Faetón, auriga del carro de su padre. Si no logró gobernarlo, al menos lo intentó, y sucumbió en la grandiosa empresa”.
Lloraron a Faetón su madre y sus hermanas, y el Sol escondió su rostro dolorido. Dicen que por un día no apareció sobre la tierra. Enorme ha sido el desastre.
Por su parte, Clímene, abatida, fuera de sí y desgarrándose el pecho, recorrió el mundo entero buscando los miembros inertes y los huesos de su hijo. Los encontró sepultados en la ribera de un río extranjero.
Entretanto el padre de Faetón, desaliñado y despojado de su esplendor, odia la luz, se odia a sí mismo y al día y niega al mundo sus servicios. “¡Que otro cualquiera conduzca el carro portador de la luz! Si no hay nadie que lo haga y todos los dioses confiesan que son incapaces, que lo conduzca él, para que, al menos mientras prueba mis riendas, abandone alguna vez los rayos que dejan a los padres sin hijos”. Lo rodean las divinidades y le ruegan que no deje al mundo en tinieblas. El propio Júpiter se excusa. Reúne entonces Febo a sus caballos enloquecidos y los golpea, resentido; está furioso y les achaca la muerte de su hijo.

[Ovidio - Metamorfosis]

jueves, 1 de abril de 2010

La casa de Asterión

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.


Jorge Luis Borges